EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

miércoles, 3 de junio de 2015

DE DILIGENDO DEO: CAP. XXXI-XL. FINAL

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXI




Capítulo 31




  Bueno y fiel compañero es el cuerpo para el espíritu bueno : cuando le pesa, le ayuda. Si no le ayuda, le deja libre; o le ayuda y no le sirve de carga. El primer estado es ingrato, pero fecundo. El segundo es ocioso, pero nada penoso. Y el tercero es todo glorioso. Escucha cómo invita el esposo en el Cantar a subir por estos prados: Comed, amigos míos, y bebed embriagaos, carísimos. A los que trabajan con el cuerpo les llama a comer; a los que descansan, privados del cuerpo, les invita a beber; y a los que vuelven a tomar el cuerpo les anima a que se embriaguen y les llama carísimos, es decir, llenísimos de caridad. A los otros les da solamente el nombre de amigos, porque gimen todavía oprimidos por el peso del cuerpo y son amados por la caridad que tienen. Y si están libres de los lazos de la carne, son tanto más amados cuanto más prontos y desembarazados están para amar. Con mucho mayor motivo que éstos, merecen llamarse y ser amadísimos los que han recibido la segunda estola, tomando de nuevo los cuerpos gloriosos. Se lanzan libres y ardientes a amar a Dios, porque nada tienen en sí mismos que les solicite o los demore. Esto no lo disfrutan los otros estados. En el primero se lleva el cuerpo con trabajo, y en el segundo se espera al mismo cuerpo con cierto deseo.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXII



Capítulo 32




  En el primero el alma fiel come su pan, pero con el sudor de su rostro. Permanece todavía en la carne y vive de la fe, que debe ser fecunda por la caridad, ya que la fe sin obras está muerta. Las mismas obras le sirven de alimento, como dice el Señor: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre. Después, despojado de la carne, no come el pan del dolor, sino que se le permite beber en abundancia el vino del amor, como suele hacerse después de las comidas. Pero no lo bebe puro, sino como dice la esposa del Cantar: He bebido de mi vino y de mi leche. El vino del amor está aún mezclado con el deleite de Dios. Es imposible que el alma se recoja toda en Dios y del afecto natural, que le impulsa a tomar nuevamente su cuerpo glorificado. El vino de la santa caridad la llena de calor, pero todavía no la embriaga, porque la fuerza del vino se rebaja con la mixtura de leche. La embriaguez, además, suele perturbar el juicio y quitar la memoria. Y la que todavía piensa en la resurrección del cuerpo no está enteramente olvidada de sí. Cuando éste aparezca resucitado -lo único que le falta qué le impedirá salir de sí misma, lanzarse toda hacia a Dios y hacerse completamente desemejante de sí, porque se le concede asemejarse a Dios? Se le permite beber en la copa de la sabiduría, de la que se ha dicho: ¡Qué maravilloso es el cáliz que embriaga ! ¿Cómo no va a saciarse de la abundancia de la casa de Dios, si está libre de todo cuidado y bebe con Cristo el vino puro y nuevo en la casa del Padre?

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXIII


Capítulo 33




  Este triple banquete lo brinda la sabiduría con el plato único de la caridad: alimenta a los que trabajan, da de beber a los que descansan y embriaga a los que reinan. Y así como en el banquete corporal se sirve antes  la comida que la bebida, porque así lo pide el instinto, lo mismo sucede aquí. Antes de morir comemos del trabajo de nuestras manos, con esta carne mortal, teniendo que masticar lo que tomamos. Después de la muerte gozamos e la vida espiritual y comenzamos ya a beber, asimilando fácil y gustosamente lo que recibimos. Finalmente, resucitado ya el cuerpo, nos embriagamos de la vida inmortal y rebosamos de incalculable plenitud . Esto quiere decir el esposo en los Cantares: Comed amigos míos, y bebed; embriagaos, carísimos. Comed antes de la muerte, bebed cuando ha llegado la muerte y embriagaos después de la resurrección. 
   Con razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su reino cuando presente a su Iglesia gloriosa, limpia de mancha y arruga y demás imperfecciones. Entonces embriaga a sus amigos y les da a beber en el torrente de sus delicias. Es aquel abrazo tan apretado y tan casto del esposo y de la esposa, cuyas aguas caudalosas alegran la ciudad de Dios. Lo cual, a mi parecer, no es otra cosa que el Hijo de Dios que pasa y sirve, como él mismo prometió, para que los justos se alegren, gocen y salten de júbilo ante Dios. Es saciedad que no cansa, curiosidad insaciable y  tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no nos amamos a nosotros mismos sino por él, y él será el premio de los que le aman, el premio eterno de los que le aman eternamente

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXIV


Capítulo 34




PROLOGO A LA CARTA SIGUIENTE



  Recuerdo que escribí hace tiempo una carta a los santos hermanos de la Cartuja, en la que les hablaba de estos mismos grados. Quizá hacía allí otras reflexiones sobre la caridad, pero todas eran sobre el mismo tema. Por eso me parece útil añadir a este trabajo alguna de ellas, sobre todo porque me resulta más fácil copiar lo que ya está dictado que componerlo de nuevo. 
      COMIENZA LA CARTA SOBRE LA CARIDAD A LOS SANTOS HERMANOS DE      LA CARTUJA 
   La caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del prójimo como el nuestro. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho. No atiende al profeta, que dice: Dad gracias al Señor, porque es bueno. Le glorifica, sin duda, porque es bueno para él, no porque es  bueno en sí mismo. Y merece aquel reproche del salmo: Te alabará cuando le hagas beneficios. Hay quienes alaban a Dios porque es poderoso, otros porque es bueno con ellos, y otros porque es bueno en sí mismo. Los primeros son esclavos y están llenos de temor. Los segundos son asalariados y les domina la codicia. Los terceros son hijos y honran a su padre Los que temen y codician sólo se miran a sí mismos. El amor del hijo, en cambio, no busca su propio interés. 
   Pienso que a éste se refiere la Escritura: La ley del Señor es perfecta, y convierte las almas. Porque es la única capaz de arrancar al alma del amor de sí misma y del mundo, y volverla hacia Dios. Ni el temor ni el amor de sí mismo son capaces de convertir el alma. A veces cambian la expresión del rostro o la conducta exterior, mas nunca los sentimientos. Los esclavos hacen algunas veces obras de Dios, pero no las realizan espontáneamente y les cuesta mucho. También los asalariados, pero no lo hacen gratuitamente, y se dejan arrastrar por la codicia. Donde hay amor propio allí hay individualismo. Y donde hay individualismo hay rincones. Y donde hay rincones hay basura e inmundicia. La ley del siervo es el temor que le invade. La del asalariado es la codicia que le domina, le atrae y le distrae. Ninguna de estas leyes es pura y capaz de convertir las almas. La caridad, en cambio, convierte las almas y las hace también libres

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXV


Capítulo 35




  La llamo además inmaculada, porque no acostumbra retener nada de lo suyo. Ahora bien, cuando el hombre no tiene nada propio, todo lo que tiene es de Dios. Y lo que es de Dios no puede ser impuro. Por tanto, la ley inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama ley del Señor, porque él mismo vive de ella, o porque nadie la posee si no la recibe gratuitamente de él. No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, ya que esta ley es la caridad. ¿Qué es lo que conserva la soberana e inefable unidad en la beatísima y suma Trinidad sino la caridad? Ley es, en efecto, y ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz. 
  Pero ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma sustancia divina. Este modo de hablar no es nuevo ni insólito, pues Juan dice: Dios es caridad. Se llama, pues, caridad a Dios y al don de Dios. La caridad da caridad , la caridad sustantiva de la accidental. Cuando se refiere al que da, es el nombre de la sustancia. Cuando significa el don, es la cualidad. Esta es la ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la ley, ni siquiera el que es la ley de todos. Y esta ley es esencialmente ley, que no tiene poder creador, pero que se rige a sí misma.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXVI


Capítulo 36


  Por lo demás, los esclavos y asalariados tienen también su ley; que no es la del Señor, sino la que ellos mismos se han impuesto. Los primeros no aman a Dios, los otros aman otras cosas más que a él. Tienen  repito, no la ley del Señor, sino la suya propia; aunque, de hecho, está supeditada a la divina. Han podido hacer su propia ley, pero no han podido substraerse al orden inmutable de la ley eterna. Yo diría que cada uno se fabrica su ley cuando prefiere su propia voluntad a la ley eterna y común, queriendo imitar perversamente a su Creador. Porque así como él es la ley de sí mismo y no depende de nadie, también éstos quieren regirse a sí mismos y no tener otra ley que su propia voluntad. ;Qué, yugo tan pesado e insoportable el de todos los hijos de Adán, que aplasta y encorva nuestra cerviz y pone nuestra vida al borde del sepulcro! 
   ¡Desdichado de mí!¡Quien me librará de este cuerpo de muerte, que me abruma y casi me aplasta? Si el Señor no me hubiera ayudado, ya habitaría mi alma en el sepulcro. Este peso oprimía al que sollozaba y decía: ¿Por qué me haces blanco tuyo, cuando ni a mí mismo puedo soportarme? Al decir: ni a mí mismo puedo soportarme, indica que se ha convertido en ley de sí mismo y en autor de su propia ley. Y al decir a Dios: me haces blanco tuyo, muestra que no puede substraerse a la ley de Dios. Porque es propio de a ley santa y eterna de Dios que quien no quiere guiarse por el amor, se obedezca a sí mismo con dolor. Y quien deseca el yugo suave y la carga ligera de la caridad, se ve forzado a aguantar el peso intolerable de la propia voluntad. De este modo tan admirable y justo, la ley eterna convierte en enemigos suyos a quienes le rechazan, y además los mantiene bajo su dominio. 
  No trascienden con su vida la ley de la justicia, ni permanecen con Dios en su luz, en su reposo  en su gloria. Están sometidos a su poder y excluidos de su felicidad. Señor, Dios mío, ¿por qué no perdonas mi pecado y borras mi culpa? Haz que arroje de mí el peso abrumador de la voluntad propia y respire con la carga ligera de la caridad. Que no me obligue el temor servil ni me consuma la codicia del mercenario, sino que sea tu espíritu quien me mueva. El espíritu de libertad que mueve a tus hijos, dé testimonio a mi espíritu que soy uno de ellos, que tengo la misma ley que tú y que soy en este mundo un imitador tuyo. Los que cumplen el consejo del Apóstol: No tengáis otra deuda con nadie que la del amor mutuo, imitan a Dios en este mundo y no son esclavos ni mercenarios, sino hijos.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXVII

Capítulo 37




  Así, pues, como  poco los hijos están sin ley, a no ser que alguien piense otra cosa por aquello de la Escritura: La ley no es para los Justos. Tengamos en cuenta que una es la ley promulgada por el espíritu de servidumbre en el temor,y otra a ley dada por el espíritu de libertad en el amor. Los hijos no están sometidos a aquélla, privados de ésta. ¿Quieres oír que los justos no tienen ley? No habéis recibido el espíritu de siervos, para recaer en el temor. ¿Y quieres oír que no están exentos de la ley de la caridad?: Habéis recibido el espíritu de hijos adoptivos. Escucha por fin al justo, que confiese lo uno y lo otro. No está sometido a la ley, ni privado de ella: Con los que viven bajo la ley, me hago como si yo estuviera sometido a ella, no estándolo. Con los que están fuera de la ley, me hago como si estuviera fuera de la ley no estando yo fuera de la ley, sino bajo la ley de Cristo. Por eso no se dice: Los justos no tienen ley, o los justos están sin ley, sino: la ley no es para los justos. Es decir, no se les ha impuesto a la fuerza, sino que la reciben voluntariamente y les estimula dulcemente. Por eso dice tan hermosamente el Señor: Tomad mi yugo sobre nosotros. Como si dijera: No os lo impongo a la fuerza, tomadlo vosotros si queréis; porque de otro modo no hallaréis descanso, sino fatiga en vuestras almas.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXVIII



Capítulo 38




  Buena, pues, y dulce es la ley de la caridad. No sólo es agradable y ligera, sino que además hace ligeras y fáciles las leyes de los siervos y asalariados. No las suprime, es cierto, pero ayuda a cumplirlas, como dice el Señor: No be venido a abrogar la ley, sino a cumplirla. Modera la de unos, ordena la de otros y suaviza la de todos. Jamás irá la caridad sin temor, pero éste será casto. Jamás le faltarán deseos, pero estarán ordenados. La caridad perfecciona la ley del siervo inspirándote devoción. Y perfecciona la del mercenario ordenando sus deseos. La devoción unida al temor no lo anula, lo purifica. Le quita solamente la pena que siempre acompaña al temor servil. Pero el temor permanece siempre puro y filial. Porque aquello que leemos: La caridad perfecta fuera el temor, se refiere a la pena, que, como dijimos, va siempre unida al temor. Es una figura retórica en la que sé coma la causa por el efecto. La codicia, por su parte, se ordena rectamente cuando se le une la caridad. Se rechaza todo lo malo, a lo bueno se prefiere lo mejor, y sólo se apetece lo que es bueno en vistas a un bien mejor. Cuando, con la gracia de Dios, se consigue esto, se ama el cuerpo; todos las bienes del cuerpo se aman por el alma, el alma por Dios, y a Dios por sí mismo.
DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XXXIX

Capítulo 39


  Pero como somos carnales y nacemos de la concupiscencia de la carne, es necesario que nuestros deseos o nuestro amor comience por la carne. Bien dirigida, avanza de grado en grado bajo la guía de la gracia, hasta ser absorbida por el espíritu, porque no es primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual. Debemos llevar primero la imagen del hombre terrestre y después la del celeste. El hombre comienza por amarse a sí mismo: es carne, y no comprende otra cosa fuera de sí mismo. Cuando ve que no puede subsistir por sí mismo, comienza a buscar  Dios por la fe y amarle porque lo necesita. En el segundo grado ama a Dios, pero por sí mismo, no por él. Sus miserias y Necesidades le impulsan a acudir con frecuencia a él en la meditación, la lectura, la oración y la obediencia. Dios se le va revelando de un modo sencillo y humano, y se le hace amable.




   Y cuando experimenta cuán suave es el Señor, pasa al grado tercero, en el que ama a Dios no por sí mismo, sino por él. Aquí permanece mucho tiempo, y no sé si en esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado, que consiste en amarse solamente por Dios. Díganlo quienes lo hayan experimentado: yo lo creo imposible. Sucederá, sin duda, cuando el siervo bueno y fiel sea introducido  en el gozo de su Señor y se sacie de la abundancia de la casa de Dios. Olvidado por completo de sí, y totalmente perdido, se  lanza sin reservas hacia Dios, y estrechándose con él se hace un espíritu con él. Pienso que esto es lo que sentía el Profeta cuando decía: Entraré en los maravillas del Señor. Señor, recordaré sólo tu justicia. Sabía muy bien que, cuando entrará en las grandezas espirituales del Señor, se vería libre de todas las miserias de la carne y no tendría que pensar más en ella. Totálmente espirilualizado, recordará únicamente la justicia de Dios.

DE DILIGENDO DEO: CAPÍTULO XL

Capítulo 40




  
Entonces todos los miembros de Cristo podrán decir de sí mismos lo que Pablo decía de la cabeza: A Cristo lo conocimos según la carne, pero ahora ya no es así. Allí nadie se conocerá según la carne, porque la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios. No porque deje de existir allí nuestra carne, sino porque se verá libre de todo apetito. El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos quedarán, en cierto modo, divinizados. La red de la caridad qué ahora sondea en este mar espacioso y profundo, y recoge en su seno toda clase de peces, se adapta a todos y se hace solidaria de su buena o mala fortuna. Se alegra con los que están alegres y llora con los que están tristes. Mas cuando llegue a la playa, separará como peces malos todo lo triste, y tomará solamente lo agradable y gozoso. 
  ¿Podremos ver acaso a Pablo hacerse débil con los débiles, consumirse con los que se escadalizan, si allí no hay ya flaquezas ni escándalos? ¿Y llorará por los que no hacen penitencia, si allí no existen ya el pecador ni el penitente? En aquella ciudad no hay tampoco lágrima ni lamentos por los condenados al fuego eterno con el diablo y sus ángeles. En sus calles corre un río caudaloso de alegra, y el Señor ama sus puertas más que las tiendas de Jacob. Porque en las tiendas se disfruta el triunfo de la victoria, pero también se siente el fragor de la lucha y el peligro de la muerte En aquella patria no hay lugar para el dolor y la tristeza, y así lo cantamos: Están llenos de gozo todos los que habitan en ti. Y en otra parte: Su alegría será eterna. Imposible recordar la misericordia donde sólo reina la justicia. Por eso, si ya no  existe la miseria ni el tiempo de la misericordia, tampoco se dará el sentimiento de la compasión.

FIN DE DILIGENDO DEO


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